martes, 12 de junio de 2012

Recuerdos desde París


Siemrpe fue uno de mis sueños viajar a París. Mi familia lo sabía y por eso el día de mi cumpleaños número veintiuno me encontré con una maleta nueva abierta sobre mi cama.

-Es para que vayas alistando tus cosas... porque nos vamos todos juntos a disfrutrar de tu regalo de cumpleaños-dijo mi papá mostrándome cuatro boletos de avión.

Brinqué, grité, salté sobre mi hermana y la asfixié con mis brazos, y llorando di las gracias una y otra y otra... y otras cuatrocientas veces más a mis papás.


La ciudad era realmente hermosa: me enamoré de toda ella, de sus calles y preciosos edificios; de sus museos llenos de historia, arte y gente bulliciosa curioseando; de su idioma, porque a pesar de que no entendía nada de lo que decían no me cansaba de escucharlo; y su aroma, el aire que la envolvía era tan... romántico, me recordaba todas esas historias de amor que vemos en las películas o leemos en los libros y de las que una desearía ser protagonista. Fue cuando sentí el pellizquito de la melancolía.

Pasamos las vacaciones de arriba para abajo, riendo a carcajadas, admirándolo todo, preguntando el cómo y el por qué de lo que nos encontrábamos y tratando de descifrar los menús de los pequeños pero encantadores restaurantes en los que entrábamos. Versalles, Rue de Rivoli, el Arco del Triunfo, Louvre, Montmartre... todo era tan mágico y especial, en esos instantes no había cabida en mi vida más que para la hermosísima familia con la que Dios me había bendecido y de pronto me quemaba el deseo de pasar el resto de mi vida así, viajando y conociéndolo todo tomada de sus manos; porque de pronto ya no había nada más, las penas que antes me aquejaran habían desaparecido y pareciera que no volverían jamás.

La última noche que pasamos en París y mientras caminábamos de regreso al hotel, papá tomó la decisión de que no se marcharía de ahí hasta haber subido a la Torre Eiffel. Habíamos pasado infinidad de veces frente a ella, tanto de día como de noche, pero ni siqueira se nos había ocurrido subir (considerábamos que había muchos lugares por conocer y tan poco tiempo para hacerlo).

Llegamos hasta el segundo piso. En cuanto salí del elevador la brisa me despeinó. De hecho nos despeinó a todos, incluso alborotó los pocos cabellos que le quedaban a mi padre y los cuatro nos reímos con muchas ganas debido a eso. Nos acercamos a la baranda y observamos el maravilloso paisaje nocturno que se nos ofrecía. Era realmente hermoso, una experiencia increíble, tan irreal que en ocasiones todo parecía dar vueltas (o quizá era el vértigo, pero sigo sin estar muy segura). De pronto la emoción me embargó, no me la creía, ¡de verdad estaba en París y con mis seres amados!... o casi todos. Miré a mi izquierda en dónde estaban mis padres abrazados y besándose y mi hermana a su lado tomando fotos a todo y todos quienes se le pusieran frente a la cámara. Su lente apuntó hacia mí pero de pronto bajó la cámara. Noté que sus sonrisas habían desaparecido y los tres me miraban con sorpresa. También me percaté de que los veía medio borrosos.

-Corazón, ¿qué pasa?-preguntó mamá.

Los sollozos salían como con voluntad propia, no podía reprimirlos. Y la verdad  es que tampoco quería.

-Los amo mucho, gracias por este maravilloso regalo-mascullé y los abracé.

Nos abrazamos. Cuando nos separamos reímos y me sequé las lágrimas y cada uno volvió a lo suyo: mis padres a fundirse en un abrazo lleno de recuerdos de amor, mi hermana se dedicó a capturar todo lo que sus ojos alcanzaban a ver (y berreaba de vez en cuando porque a pesar de lo poderoso de su cámara sus amigos no verían las imágenes con la misma calidad con que ella las guardaría en su memoria) y yo... me alejé un poco y volví a dejar correr las lágrimas.

No había mentido, de verdad los amaba y me sentía tremendamente afortunada por esa oportunidad. Pero había algo más.

Pensé en él, el hombre al que tanto quería y no tenía. Recordé las interminables charlas a altas horas de la noche, y una confesión "mi sueño siempre ha sido ir a París" y entonces una invitación "¡Vámonos! Yo te llevo a conocer el París de tu corazón" y una enorme felicidad que pintaba mis mejillas de rojo. Lloré amargamente porque lo quería ahí conmigo, compartir aquella impresionante vista, resguardarnos de la fresca brisa en los brazos del otro, besarnos bajo las luces de París.

Cerré los ojos y sonreí (era una sonrisa llena de dolor, pero a fin de cuentas sonrisa ¿no?), sentí el viento en mi cara y me estremecí levemente. Saqué mi celular y escribí un mensaje de texto: "Hola ¿cómo estás? Espero que muy bien. Sólo quería saludarte, recuerdos desde París". Pero no lo envié; miré la pantalla durante un momento, luego cerré el móvil.

Porque hay recuerdos que uno debe atesorar por siempre, y hay recuerdos que es mejor dejarlos volar y cerrar la ventana para que no vuelvan a entrar. 

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